miércoles, 30 de junio de 2010



EL GANADOR DE ESTE AÑO HA SIDO EL ESCRITOR DE RIBARROJA DEL TÚRIA (VALENCIA) MARCOS MORALES PELÁEZ CON EL RELATO " LO QUE SE ESCUCHA CUANDO TE TAPAS LAS OREJAS"

Currículo literario:

.Ganador de la XIV edición del certamen literario La rosa de paper,categoría B.
.Ganador del XIX Premio Juvenil de Literatura Breve de Mislata en la categoría de narrativa en valenciano.
.Segundo premiado en el XVI Premio Literarios Ciutat de Carcaixent, en la categoría de narrativa corta, llamada: Premis de Narraiva Curta Soliestruch
.Segundo premiado en el certamen de relatos cortos para jóvenes,Un mar de dudas, de Ribarroja del Turia.
.Ganador de la XXVI edición del Premio Solstici de Literatura Jove, en la categoría B de narrativa.


Publicaciones:

. Relato: Què passa quan els gossos s'atreveixen a somiar? Este se encuentra dentro de el libroSomriures Blaus de la editorial Bromera.
. Relato: Frío. Se encuentra dentro de la edición XIV del certamen literario La rosa de paper.
(queda pendiente de subir el premio local de Loles Ripoll, cuando recibamos su información digitalizada l
a pondremos)


Lo que se escucha cuando

te tapas las orejas


Una pajarita blanca se ciñe fuerte al cuello, una camisa blanca y una chaqueta azul marino de lana, me visten adecuadamente para la ocasión. Mamá patalea nerviosa el suelo y se muerde las uñas, el abogado aún no ha llegado y el juez empieza a impacientarse. El bolígrafo del abogado de la acusación golpea reiteradamente la madera de la mesa desgastada de tantas sentencias. Las puertas se abren de par en par y un abogado proporcionado por el estado entra con un maletín negro de cuero en la mano, una corbata roja , y un traje marrón; feo color el marrón para un traje. Apagado por el imponente negro de la acusación quedó el marrón, eclipsada por la acusación quedó la defensa.

Un salmón apagado llevaba mamá, un traje color salmón apagado que se decoraba con una flor decaída en mitad del pecho, un pelo arreglado con manos nerviosas, manos tristes, dejaba caer un mechón sobre un cuello escondido. Un cuello escondido por maquillaje que aún denotaba el morado de su piel, un golpe seco de sumisión se escondía en aquél cuello de aquél juzgado. De repente mi nombre resuena en la sala por la voz del hombre de traje marrón, y un micro que no llegó a alcanzar cuenta lo que hoy no cuenta mi voz.

Un camión de juguete rojo y azul permanece inmóvil sobre la alfombra de mi habitación. Sentado en el suelo, el frío traspasa el fino pijama y me mantengo quieto mirándolo. No lo toco, no lo muevo, tan solo noto como el agua del pelo recién duchado resbala por mis manos, manos que tapan mis orejas. La luz apagada me asusta, me arrincona en la habitación, la puerta cerrada deja entrar unas finas lineas de luz, y la sombra de unos pies las desdibujan al pasar por delante de ellas.

Aprieto fuerte las manos contra mi cabeza, y con los ojos cerrados muerdo fuerte mis propios dientes, unas pequeñas lágrimas empiezan a resbalar por la cara aún húmeda de otras noches. Niego con la cabeza varias veces y abro los ojos para mirar el difuminado suelo de mis lágrimas, se cierran asustados por algún golpe, escucho los gritos de mi padre, la insulta, le pega... Oigo el ruido de los platos rotos en el suelo, y como el vaso de cristal se estrella contra la pared; oigo a mi madre gritar. Llora, suplica porque pare, por su vida , por la mía. Finalmente deja de gritar y se oye como un cuerpo se desploma, un par de golpes y patadas se dirigen al dormitorio, y dejo de taparme las orejas.

Llevo una toalla blanca mojada en la mano, miro como la luz amarillenta que desprende la lámpara de madrugada, se refleja en la piel de mi mamá, tumbada en el suelo, parece dormir. Una rodilla se apoya sobre la otra y su silueta se recorta en el suelo con los brazos estirados, un profundo color morado colorea su mejilla y un pequeño corte en la ceja ha dejado ya de sangrar. La falda del vestido negro con puntos blancos, reposa caída sobre sus muslos, unas manos aún en tensión, siguen buscando donde agarrarse, y los labios aún se aprietan con miedo, tal vez miedo tan solo de hablar.

Me acerco a su cabeza, los ojos cerrados parecen no querer despertarse, tal vez ese mundo sea mejor que este, el mundo de los sueños. Limpio con la punta húmeda de la toalla la sangre seca que queda cerca de la ceja, la deslizo por su cara, mojándole también los labios, humedeciéndoselos, recubriendo con una fina caricia las arrugas de tristeza, los contornos de miedo, la cara de mi mamá. Sus ojos empiezan a parpadear lentamente, las pupilas se llenan de luz y me miran, una sonrisa se proyecta hacia mi y dice “ Hola cariño”. Sus manos se estiran lentamente, entumecidas por los nervios y me acarician despacio los mechones de pelo que se dejan caer sobre la frente, recorre con sus dedos el contorno de mis ojos y los desliza por la barbilla. Con los brazos me acerca hacia ella, y me acuesta delante suyo, me arropa con sus brazos y se encoje sobre mí, doblando las rodillas y abrazándome. Los dos tumbados en el suelo, los dos con los ojos cerrados.

El saquito del almuerzo vuelve vacío a casa balanceándose en mi brazo, el babero a rayas blanco y azul se levanta por el viento, aprisionado por tres botones vuelve a su sitio. Con un brazo mi mamá me hace botar y me levanta cada vez que cuenta tres, una sonrisa aparece en su cara, otra en la mía. La gente con bocas mudas, hablan entre ellas sobre el corte de su ceja, la cantidad de maquillaje que intenta esconder lo que todos saben, pero nadie dice. Las farolas se suceden en la calle que llevan a casa, acariciadas por el calor de la tarde, parecen luciérnagas dormidas que brillan por las noches. Los ancianos pasean también adormecidos por su propia vejez, y el toldo de una frutería se camufla entre dos grandes fincas, hoy ríe mamá, hoy río yo. Una silueta curvada se recorta delante de la puerta de casa, sus ojos miran fijos a tierra, y sus manos en los bolsillos piden perdón. Hoy ríe mamá, hoy, ya no río yo.

Una caricia en la mejilla me hace sonreír, roza con su nariz la mía, un beso de esquimal me da las buenas noches y me arropa mientras apaga la luz. Veo como el pelo se desliza sobre su hombro mientras se da la vuelta y me dice adiós con la mano mientras cierra la puerta. Mantengo los ojos abiertos mientras no veo nada en la oscuridad, pero hoy esta oscuridad de mi cuarto no me asusta, hoy me arropa en una cálida noche de manta y edredón. Hoy me duermo sin taparme las orejas y escucho como en la habitación de al lado, un “te quiero” le responde a otro y le dan las buenas noches a la casa. Hoy al cerrar los ojos sonrío, porque veo como una bandera blanca ondula en el viento, una tregua que se esconde en las sábanas donde ahora duermo, mis banderas blancas.

Una mancha amarilla ensucia mis banderas blancas, las sábanas que ahora dan vueltas en la lavadora. Un sueño tan profundo ha hecho que me haga pipí en la cama, y ahora espero que mi mamá me traiga unos pantalones limpios, unos calcetines azules empiezan a sentir el frío del suelo mientras muevo las piernas deprisa para intentar no sentirlo. Mi padre, con una sonrisa cariñosa, me cubre con una toalla y me abraza mientras espera a que traigan los pantalones, dejo de tiritar en sus brazos y el calor de su pecho me empieza a dormir; tal vez esta vez su perdón si que hubiera sido verdad, a lo mejor esta vez si que había sido la última, quizás, tan solo volvía a soñar en sus brazos.

El camión de juguete, mi camión de juguete, reposa tumbado con las ruedas hacia arriba encima de la alfombra, las zapatillas alineadas al pie de la cama parece`n esconderse bajo ella por terror, el avión que cuelga del techo se balancea levemente, la luz que normalmente desprende la lámpara hoy esta apagada, y la puerta cerrada con pestillo se queda quieta para aparentar que no está allí.

Me escondo bajo las sábanas, tapándome la cabeza y llorando en ellas. La tregua de mis sabanas blancas se había roto, las confundí, creí que eran una bandera blanca y tan solo eran la toalla húmeda con la que volvería a limpiar a mi mamá, limpia de sangre. Negaba con la cabeza, gimoteaba tapándome las orejas, no quería oír lo que se oye cuando te tapas las orejas, no quería escuchar lo que se escucha cuando te tapas las orejas. No quería oír los golpes por la noches, no quería escuchar los insultos de mi padre, no quería oír como se estrellaban los vasos en las paredes, no quería escuchar como gritaba mi padre, no quería oír el crujir de los cristales por el suelo, no quería escuchar gritar a mi madre... Encogiéndome, me abrazo a mí mismo e intento dejar de llorar, no lo consigo, es inútil, y sigo llorando en las sábanas. Oigo un grito y como un cuerpo se desploma, y se corta mi llanto. Una onda de valor me envuelve, me aprisiona en el grito de mi madre, miro temblando las sabanas que me cubren, y con los ojos aún mojados me deshago de ellas.

Me pongo las zapatillas que ya no intentaban esconderse, sino que ahora se contagiaban de mi valor y me acompañaban en mi viaje, alargué el brazo hacia el pomo de la puerta inmóvil, que ahora parecían desprender de las rendijas luz, y lo giré lentamente. Mis labios se desplomaban cara abajo medio miedosos, medio enfadados, el pijama de dibujos se movía pegado a mí mientras caminaba por el pasillo; la puerta del comedor me esperaba entornada, llegué y la abrí. Mi mamá permanecía tumbada en el suelo apoyándose con las manos para no desplomarse y mi padre la amenazaba desde arriba con una mano en levantada en el aire. Un golpe nuevo aparecía en su cuello, la rodilla rascada, sangraba un poco, y el vestido empezaba a desgarrarse.

Corrí hacia él con los puños en alto y empece a golpearle las piernas, con la mano que no tenía levantada me empujó fuertemente y caí contra el suelo clavándome algunos cristales de los vasos rotos . Me levanté enfadado y volví a golpearle, le daba patadas, clavaba mis puños en él, y una vez más me empujo al suelo. Me volví a levantar, y esta vez lo golpeé con más fuerza; esta vez, con la mano que tenía levantada me abofeteó con gran fuerza, mi cabeza cayo directamente al suelo y golpe seco sonó en la habitación, exhalé una vez más aire y dejé de respirar.

El hombre del traje negro cuenta mi historia mientras un montón de gente sentada ante él lo escucha atentamente, mi mamá deja caer alguna lágrima por mi muerte, y mi padre se pasa la mano por el pelo lamentándose de su error. Un hombre con uniforme pasa un papelito blanco al juez que se sienta por encima de los demás, un par de periodistas destapan las puntas de sus bolígrafos ansiosos de saber el veredicto, y yo plantado en mitad del pasillo miro a mi alrededor. El juez, lo leé lentamente y suspira al acabar, mira a ambos abogados y se dirige al personal. Unas palabras salen de su boca, un clamor resuena en la sala, mi padre se coge la cabeza, mi madre grita; y yo, me tapo las orejas.






Loles Ripoll Bonifacio
Ganadora del premio local del III Concurso de Relato corto CANYADA D´ART. Con su relato "CARPANTA""Loles en la actualidad es concejala de la COALICIÓ COMPROMIS per Paterna.
Escriure significa per a mi compartir amb els altres els meus sentiments i vivències personals. Este relat que he presentat a la III edició del concurs de Canyada d'Art és un recull de sensacions i remembrances de la meua infantesa. És una història de la meua família que, del boca a boca de dos generacions, ara passa al paper sense deixar la memòria. Salutacions Moltes gràcies

CARPANTA, per Michelle Haidar

“Iaia, agafa’m al braç i en l’engrunsadora canta’m la cançó eixa de la casa i del corral…”. “Guapeta, no és del corral, és del carrer… La meua xiqueta és l’ama de la casa i del carrer, de la figuera i la parra, de la flor del taronger…”.

Enmig de la casa amb la porta del carrer oberta i veient les piteres… Mentre es fa

fosc i el iaio neteja les males herbes del xicotet jardí, jo em sent única.
“Saps, iaia? Jo no m’enfade perquè els meus pares se’n vagen i em deixen ací... A mi m’agrada molt estar amb vosaltres i amb la tia”.

I la iaia Conxa somriu orgullosa, sóc la seua única neta i li agrada contar-me històries... “Saps el que li va passar a una xiqueta de la teua edat? Mira, va nàixer a València, en un pis a prop de la finca Roja, la van criar dos ties i dels seus pares mai se'n parlava… Era amiga meua i em va contar això…

Un dia em van portar a un poble… Molt lluny… Ens va costar hores arribar, anàvem en el tren i hi havia molta horta… En arribar, ens esperaven en l’estació una senyora i un home, vestien diferent que en la capital, ella amb mocador al cap i un davantal blanc, lluent; ell, amb camisa, pantaló, una faixa i unes sabatilles amb unes cintes negres lligades al voltant del turmell; els dos somreien sense parar.

Caminàrem fins a arribar a una casa gran, rodejada d’arbres i d’una séquia, un carro

davall d'un taronger i un animal com un burro, però mes gran. Ens asseguérem en un

banc al costat de la porta d’entrada, davall d’una parra plena de xanglots de raïm molt

xicotets i verd clar. La senyora va traure suc de llima i uns rotllets d’anís, i a mi em van

deixar menjar-ne dos, només dos, "per l’anís" –va dir una de les meues ties. Parlaven

d’una altra manera, jo entenia algunes coses, però no tot, i a més no estava bé que

atenguera, perquè eren coses de majors. Al moment, vaig veure aparéixer una xiqueta i

dos xiquets, el senyor, el de la faixa i les sabatilles amb cintes negres, els va cridar i es

van acostar, netejant-se la cara amb les mans… Eren els seus fills i s’anomenaven

Amparín, Onofret i Blaio. Jo vaig alçar-me, abans que m’ho digueren, i ens vam besar. "…

Jo, Conxeta", vaig dir amb rapidesa avançant-me a la meua tia Pura… Em van ordenar

anar a jugar amb ells, per a vergonya meua. Em van portar a la part posterior de la casa i

em van ensenyar la quadra… Van començar a petardejar-me a preguntes sobre la capital

i jo vaig anar perdent la vergonya i contant-los com era el riu, els ponts, les torres, dos,

n’hi havia dos... Que pareixien quatre! El tramvia, l’estació de trens gran i bonica.
Alguns diumenges, després de desdejunar-nos amb xocolate i pa fregit, passejàvem pels carrers i arribàvem a una plaça que tenia coloms. I jo, que havia guardat un poc de pa en la butxaca, els tirava molles, mentre les ties entraven en un lloc on deien que hi havia una verge, i els coloms venien tots, bo quasi tots, i jo m’espantava però al mateix temps m’agradava… El pitjor és que el pa s’acabava prompte perquè en tenia poquet… Els meus nous amics m’escoltaven bocabadats… I quan vaig adonar-me de l’expectació, va entrar-me molta calor per la cara i ells em van dir que m’havia posat roja, molt roja… Ells van riure i em van demanar que continuara, però jo no sabia què més contar… I a més, què punyetes!… M’havia entrat vergonya, molta vergonya. Amparín em va preguntar qui era jo i per què havia anat a visitar-los, però jo no ho sabia; llavors va soltar un crit i va dir: "no deus ser la nova germana eixa que esperem des de fa temps?". Jo vaig contestar: "doncs no, no sóc la nova germana que espereu. Jo no tinc germans, o almenys mai no m’ho han dit…"

La tia Pura em va cridar perquè tornara amb els majors, i solemnement em va dir: "mira,

Conxeta, et quedaràs ací uns dies amb estos senyors tan bons i amb els seus fills, les

ties hem d’anar-nos-en de València durant un temps i ací estaràs molt bé…". Jo no sabia

què dir, però recorde que no vaig sentir tristesa ni em van entrar ganes de plorar, un poc

d’esglai, sí, això sí, però tot el que veia al meu voltant m’agradava, fins i tot el senyor de la

faixa negra i les sabatilles amb cintes negres.
Es van acomiadar sense més i les vaig veure allunyar-se enmig de l’horta, agafades del braç i sense tornar la vista arrere… Jo vaig tancar els ulls i vaig pensar: "com serà tot a partir d’ara?". La senyora, endevinant els meus temors, em va acariciar la cara i em va dir amb una veu molt dolça: "mira, em diuen Lola, i tots cuidarem de tu i et voldrem com una filla, només esperem que sigues feliç i et sentes part de la nostra família. Jo no entenia res, però em sentia bé. "El meu marit s’anomena Daniel i t’ensenyarà moltes coses: a pescar, a caçar, a agafar fruita, tomaques, cebes. A buscar caragols, i fareu fanals amb melons d’alger xicotets…". Jo notava que el cor em bategava més de pressa i mes fort, i vaig pensar que açò era com si hagueren vingut els reis mags, però més, molt més, perquè l’any passat m’havien portat una granera, recollidor i un drap per a llevar la pols, tot xicotet, això si. Però jo havia demanat una nina de drap, només això, i a més m’havia portat molt bé, però les ties em van dir que donara gràcies pel que m’havien portat, i a més el regal era perquè era una xica i havia d’aprendre a netejar… Així que, escoltat el sermó, no vaig dir res més per si em feien començar a "gastar" el regal. Amparín em va ensenyar la casa i l’habitació on dormiríem juntes. Era molt fresca i la finestra donava a un costat i es veia tota l’horta, tota la del món estava allí i jo la veia però no podia veure el final, era com quan vaig anar a la platja i vaig veure que el mar no s’acaba mai.

Els dies es succeïen i ocupava tot el temps. Al matí ajudava en la casa, els meus nous i

únics germans no anaven a escola per les vacances, sobre les 12 sempre era la

voluntària a acompanyar Daniel a l’horta i havia aprés a regar, a plantar cebes i a

arreplegar hortalisses sense danyar la planta, però el que més m’agradava era veure

córrer l’aigua i mullar-me els peus... El meu nou pare, bo, el meu únic pare, perquè jo no

en tenia cap, reia sense parar i a més m’ensenyava a parlar com ells; la veritat és que era

fàcil, només calia escoltar i intentar-ho, era valencià, i se suposava que a València, la

ciutat d’on venia, també se n’havia de parlar, però no era així.
Daniel em va prometre que aniríem a la vesprada a buscar caragols a l’horta perquè pareixia que plouria, així que ara només mirava el cel perquè complira la promesa.

M’agradaven molt els menjars de Lola, quasi tots els dies arròs, el millor era el que es feia al forn, crec que s’anomenava rossejat, quin nom més rar… Quasi sempre de postres hi havia meló, meló molt fresquet que refredàvem en la séquia; quan els pareixia que ens havíem portat molt bé el tallaven de tal manera que només teníem la molla i un trosset de pell en l’extrem per a subjectar-lo. Jo no preguntava res sobre quan hauria de tornar a la ciutat perquè no volia ni pensar-ho. Un dia, a poqueta nit, mentres donàvem de menjar als animals, Lola em va preguntar si em trobava bé i jo vaig espantar-me molt perquè vaig pensar que venia a anunciar-me la meua marxa. Ella degué intuir alguna cosa perquè em va dir: "mira Conxeta, havies d’estar ací unes setmanes, però si tu vols, pots quedar-te més temps, les teues ties a penes et poden cuidar i per a nosaltres eres part de la família”... Jo no sabia què dir, era la millor notícia que havia rebut en anys, crec que la millor de la meua vida... A part d’aquell dia quan em van dir que podia obrir la tapa d’un vell piano i tocar amb cura les tecles... Vaig alçar-me i vaig abraçar ma mare, l’única que coneixia i que em deixava que l’anomenara així, i no vaig poder contindre les llàgrimes, em va paréixer que a ella també se li n’escapava alguna. A la nit, Daniel va agafar un meló d’Alger xicotet entre les mans i junt amb nosaltres, els xiquets, i Carpanta, el gos que no deixava de vagarejar, va començar la festa. Amb una navalla va tallar la part superior i va començar a buidar la polpa separant-la en un plat de porcellana blanc amb les vores blaves. Ens va preguntar quins dibuixos ens agradaven per a intentar fer-los en la pell; jo ràpidament vaig dir: lluna, sol i estreles; els meus germans, deien: gos, gat, girafa... i el nostre pare, no en coneixia un altre, reia i deia que no hi havia tant de lloc en el meló. Va continuar el treball fins que la pell va donar de si: lluna, estrela, girafa, gat, i prou. A continuació, davant de la meua sorpresa i el somriure dels altres que ja havien assistit a esta cerimònia, va col·locar un ciri, després passà una corda que va lligar en la part superior, va encendre el ciri i el fanal ens va il·luminar a tots amb una llum verda i blanquinosa que eixia per la part superior i pels dibuixos que havia troquelat mon pare. Em van ensenyar una cançó que tenia a veure amb un cert Sant Roc i caminàrem per la contornada els quatre, amb el nou fanal que il·luminava el camí. Va ser un dia inoblidable.

Tornava també el primer fred anunciador de l’hivern, i ma mare va dir que ens acostaríem al poble per a comprar-me roba, i a mi tot em pareixia bé. Després de l’estiu, els meus germans van tornar a escola, i jo també els hi vaig acompanyar: un nou món es va obrir davant de mi. I així, a l’escola, a la casa, al poble, amb la meua família, vaig viure els anys més apassionants i feliços de la meua vida. Vaig passar cinc meravellosos anys. Jo no preguntava i ells no deien…

Un dia de primavera vaig observar a la llunyania dos que venien agafades del braç… Vaig sentir tanta ràbia que a penes podia moure’m, vaig cridar els meus pares, els únics que coneixia, que van eixir espantats i van quedar al meu costat immòbils i en silenci. Les meues ties somrients em van besar de forma distant i van saludar la resta de la família. Junt amb els meus germans vaig anar a la part posterior de la casa davant de la súplica de ma mare. Jo, muda, incapaç d’articular paraula, esperava junt amb els meus germans, els únics que coneixia. Vaig reaccionar amb rapidesa quan la meua tia Pura em va cridar i van començar les paraules, de les quals vaig intentar aïllar-me pensant en l’horta, la pesca d’anguiles amb mon pare, el rossejat, els meus germans, Carpanta, els caragols… Era la meua primera batalla en una possible guerra que seria inútil, però que em serviria per a afirmar les meues ànsies de llibertat i el meu dret a ser feliç. Acabava de complir 16 anys, un any a la ciutat amb una visita a la meua família i esperant que vingueren prompte.

Havia aprés a cosir i ho feia de manera obsessiva, era la forma d’acceptar la meua

situació. A la nit, quan les ties em marmolaven per tindre la llum encesa, eixia al balcó i

veia el fanal de la paret que recordava aquell fanal fet amb un meló d’alger, amb els seus

dibuixos i la seua llum, i tornava a tindre aquell sentiment de sorpresa i de tendresa. Ma

mare, amb el seu cabell arreplegat en un monyo i el seu blanc davantal; mon pare, amb la

seua faixa i eixes sabatilles amb cinta negra lligada al turmell; els meus germans, l’olor de

la casa… I vaig sentir una gran tristesa.
Havia fosquejat i el iaio Paco va preguntar en veu baixa, quasi murmurant: "Conxa, quan soparem?, la xica s’adormirà…”. Vaig obrir els ulls i vaig dir: "iaio, t’ha contat la iaia eixe conte tan bonic d’una xica que se’n va anar a viure a l’horta?”.

“Si guapa, me l’ha contat, però saps què és el més important? Que és una història real, que van ser els millors anys que ha viscut la iaia, i que, a més del dia que li van deixar obrir la tapa del piano, i del dia que son pare, l’únic que coneixia, va fer el fanal, va haver-hi un altre dia especial en la seua vida i en la meua. El dia que tu vas nàixer, quan la iaia et va veure, va dir orgullosa: té els ulls iguals que el meu Paquito…”. .





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GANADOR AÑO 2.010

JAVIER DIEZ CARMONA
GANADOR DEL II CONCURSO DE RELATO CORTO CANYADA D´ART

escritor Bilbaino con varios premios y galardones recibido, y con varias novelas publicadas como:

"ENTRE LAGOS Y VOLCANES"
"LA CASA DE LOS GENTILES"
" NICARAGUA EN LA MEMORIA"
ENTRE OTROS.

LA CATEDRAL DE LA HABANA

De noche, cuando la oscuridad abraza con su vientre vacío las calles ajadas por la desidia, las esquinas que interrumpen vientos del trópico, las avenidas hastiadas de saludar inútiles semáforos, todo converge a la catedral. Farolas de timbres débiles y parpadeos somnolientos, cuidadas imitaciones de velas perdidas en tiempos inalcanzables, esparcen tímidos haces de una luz cansada, bostezos amarillos que apenas si consiguen derramarse con pereza sobre los adoquines.

Duerme, sin prisas, Habana Vieja, crisol de culturas y ensoñaciones donde ociosos y turistas se cruzan y dan la mano, donde, tras el esplendor milenario de las fachadas, descansan humildes familias apiñadas, presente contrapunto a la nobleza de pieles impolutas que, en los tiempos lejanos de la colonia, paseó su altiva incomprensión por la desnudez fría de sus salones.

Ahora, cuando nada altera la calma de una ciudad sumida en el recuerdo, cuando la grandeza de sus palacios y la sencillez de sus vecinos dormitan soñando tiempos pasados y mejores, un sollozo bajito, imperceptible, flota sobre la isla como un fantasma retenido, a su pesar, en este mundo de sudor y sinsabores. Doliente, surca los estrechos callejones, se filtra por ventanas mal cerradas, por persianas abiertas al frescor nocturno y, a su paso, no falta quien, sin saber ni como, nota turbado su descanso, se gira entre sábanas grasientas de ron y salitre antes de regresar al inquieto mundo donde habitan las pesadillas. Sólo algún perro extraviado, algún gato que, invisible, hace nerviosa guardia en los tejados, alcanza a comprender la esencia del sonido, el dolor de ese llanto desbordado. Entonces, erizado el lomo, encogido el rabo entre las piernas, se hace un ovillo y disimula como puede los temblores incipientes.

Iluminado por los focos que cuelgan tercos de su fachada, un charco carmesí refleja destellos de certeza sobre las losas de la entrada. Sólo los borrachos que ven llegar el alba derrumbados como muñecos grotescos contra paredes y alfeizares, sólo las viudas arrugadas que rehúsan volver al hogar una y mil veces compartido, ánimas perdidas por las callejuelas, ramos de flores marchitas colgando del esqueleto de sus brazos, pueden dar fe de su existencia. Sólo esos anónimos habitantes de la noche habanera, indeseados compañeros a quienes nadie aprecia ni escucha, son testigos de la sobrenatural aparición, del goteo de una sangre inexistente que, sin ruido, se derrama por los escalones sucios de verdín y folletos arrugados. Y nadie más sabe que, al otro lado del crepúsculo, un gemido desconsolado, un sollozo de aflicción infinita, regresa a extinguirse en ecos mortecinos junto al santo portón de la catedral.

Desde la Plaza de Armas, donde han retozado protegidos por la floresta de los jardines, una pareja se aproxima. A su paso, un perro abandonado encoge las orejas y cierra con fuerza los ojos, erizado el vello de su lomo por algún instinto premonitorio. Un viejo beodo les observa desde la niebla perenne donde vive. Sin gestos, escudriña el aire en busca de rumores inexistentes mecidos en brazos del tiempo. A ellos, nada de eso importa. Engarzada en el brazo de su compañero, acaricia con la blancura de sus dedos el ébano de la piel masculina. Nada importa. Sólo la cortedad de sus edades y la grandeza de sus pasiones. Sólo las pupilas turquesa donde bucea la mirada del muchacho. Sólo el chocar de lenguas y de labios, el estrechar de pieles, los susurros sin palabras, en idiomas diferentes, sudor y saliva compartidos. Tampoco importa la sombra que acecha vigilante, los pasos que resuenan tras las esquinas, el resplandor tenue del acero que, desenfundado, emite fogonazos de advertencia al pasar frente a las farolas.

Sombras, siluetas, visiones imposibles nacen y se difuminan ante la mirada vidriosa del borracho. Dos jóvenes revestidos de ingenuidad, dos apariciones en blanco y negro, en hielo y carbón. El hombre se ahoga en la laguna de la mirada femenina, bebe de su rostro y de su boca. Ella se derrama sobre la piel de húmeda ceniza. Pero las imágenes son difusas, imprecisas. En el marco medieval de la plaza, forman un borrón de diferentes colores, tonos que se mezclan y separan al capricho de los párpados. Camisetas de tirantes y largas blusas de finos bordados, pantalones vaqueros o amplios faldones arrastrados sobre el adoquinado. El loco se incorpora. Un castañeo imperceptible en la podrida dentadura, camina inseguro hacia la escalera, allí donde dos amantes se funden en un abrazo atemporal, un abrazo que son cuatro, cuatro enamorados superpuestos queriéndose sin prejuicios y sin dudas. Dos mujeres blancas y elegantes, dos hombres rudos y oscuros. Y sólo son uno.

Algo les hace detenerse. Suspiros de un aire helado se filtran inadvertidos entre los sillares, un zumbido emerge de la vetusta madera. El corazón se acelera. En los pechos, en sus pechos que se tocan, que rehúsan separarse, los latidos son un rumor desbocado, pasión y miedo entremezclados sin sentido. Se miran a los ojos y, de repente, se sienten diferentes. Antiguos. Son los mismos pero, de alguna manera, sombras de un pasado desconocido les rodean y les unen en estrecha comunión de voluntades. Hay un temor repentino, pero también, lo comprenden sin palabras, hay más ternura, más cariño en esa entrega de otros tiempos.

¡Los pasos! El perro corre a refugiar su sarna en un zaguán, los roedores nocturnos se ocultan raudos en las alcantarillas, y el sonido de las cabalgaduras, ecos que navegan sobre Habana Vieja a lomos de un viento callado, perfora las esquinas. Ella les observa, secuencia imposible grabada en sus pupilas con el fuego de la certeza. Cuatro caballeros de formas etéreas irrumpen a la quietud buscada de la plaza, los sables desenfundados, el odio instalado en sus gargantas. Se oyen voces que solo existen en su cerebro, gritos de rabia que rebotan, no en los muros que les sitian, sino en la incredulidad de su mente extraviada. Inclinados sobre las bestias, las armas preparadas para el golpe, vuelan en pos de su compañero, del cubano de arrabal que ha convertido hastiadas jornadas vacacionales en un jardín pleno de sentimientos. Sabe que son fantasmas, pero sabe que están ahí. Sabe que no pueden, pero sabe que le matarán. Porque, lo sabe, ya le han matado. Porque son siglos de incomprensión y celos los que arrastran sus lamentos cada noche al mismo lugar, a la puerta cómplice de la catedral.

El borracho escucha el sonido hueco de los cascos, escucha blasfemias rugidas en antiguos acentos, escucha un rencor más allá de lo humano, pero no acierta a ver lo que ven ellos. Ilusión fruto del alcohol, o esencia de la ciudad derramada por grietas y ventanas, sólo distingue el fulgor débil de una luz que vuela hacia los amantes. Paralizados por el pánico, absortos en la extraña fosforescencia, no adivinan el peligro que acecha a sus espaldas. Pero él sí. Él ve aparecer al muchacho de costosas ropas europeas, de tez marmórea, de muerte en la mirada. Surge de las sombras con un machete entre las manos, el dolor anudado al perfil esbelto de la joven, una explosión de celos y desprecio apuntando al cubano de ropaje raído, de salitre en los poros. Sólo él lo comprende. Y sólo él reacciona.

El viento murmura ensoñaciones y quimeras, mezcla lugares y dimensiones en una paleta multicolor que está pero no existe. Sables llegados de otros mundos se abalanzan contra el esclavo que, con la negra rudeza de sus manos, mancillara la virtud de la nobleza. Una silueta de larga cabellera rubia se interpone en la trayectoria mortal de los aceros, terciopelo acartonado en los pliegues exagerados de su saya, seda rojiza en las piernas expuestas por la minifalda. La piedra se estremece bajo los cascos, las gárgolas enmudecen su aliento de lluvia estancada y la luna, única testigo del antes y el ahora, contiene la respiración en espera del desenlace intuido. Con un grito desesperado, ella extiende los brazos en inútil gesto defensivo, piedad implorada a los fantasmales hijos de la segregación. La luz les invade, el calor traspasa sus sienes, y un golpe, un chasquido acuoso, retumba en el centro de la ola que les arrolla con el amargo sabor de la tragedia.

Vuelven las tinieblas. Solo las farolas que cuelgan del gesto triste de la fachada iluminan la escena, epílogo ineludible al drama repetido. Protegida por el abrazo del amante se vuelve, incrédula, hacia el otro, hacia el vecino enamorado, el compañero de juegos infantiles en las lejanas tierras del norte que, los ojos nublados por un velo de terror, contempla sobrecogido el machete que cuelga de su mano. En el suelo, el cráneo tronzado por el golpe, un viejo de ropas mugrientas y hedor a ron barato riega con su sangre los sillares gastados de la Catedral. No hay palabras. Sólo un charco carmesí difuminado en la noche, sólo una mancha de oscura densidad que se filtra por los resquicios de la piedra. La luna acaricia con dedos de plata la frente inerte del borracho, y el eco inaudible de un suspiro, un lamento de siglos, barre el silencio de los tejados, antes de desvanecerse para siempre entre las calles dormidas de Habana Vieja.
GANADORA AÑO 2.009


Una breve reseña de la ganadora I CONCURSO DE RELATO CORTO CANYADA D´ART
Emilia Luna Martín nos envía su relato desde Algeciras (Cádiz)
Es Licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla.
Colabora en la revista cultural “Tres orillas”, en la que participan escritores y pintores del Campo de Gibraltar.
Ha recibido los siguientes premios.
Segundo premio del certamen nacional e internacional “Torrevieja Ars Creatio” en mayo del 2008.
Primer premio del certamen de relato corto “El laurel” San Feliu de LLobregat en octubre de 2008.
Primer premio del XXIX Certamen de relato corto “Villa de Montefrío” (Granada) en mayo de 2009.
Añade a su currículo:
El Primer Premio del I Concurso de Relato Corto LA CANYADA D’ART

El Tango
El recuerdo de Graciela no me ha abandonado ni un solo día después de tantos años. Cuando ella desapareció, no le conté a nadie lo sucedido. Me lo reservé exclusivamente para mí, para mi disfrute. Pero con el paso de los años, necesité contarlo a mis amigos, cuando llegaron, a mis hijos, y hoy, son mis nietos los destinatarios de la historia.
Con el tiempo, el recuerdo fue adquiriendo vida propia. Fue excavando un profundo surco en mi memoria por el que discurría a placer como un arroyo, tejiendo una suerte de afluentes formado por todos esos detalles que, a fuerza de contar la historia, fueron configurando su cauce.
A mediados de los años sesenta, Buenos Aires era un hervidero en todos los aspectos. Los ecos de la Guerra de Vietnam llegaban muy atenuados, el Rock argentino resurgía con fuerza y todo aquel que se preciara leía a Mafalda. El golpe de estado del sesenta y seis coincidió con el final de mis estudios de Bellas Artes. Mis currículos dormían en los archivos de todos los colegios de la ciudad, por lo que decidí continuar dibujando para no perder la mano ni las esperanzas.
La primera vez que la vi, llamó mi atención su aspecto desvalido, de marioneta antigua. Posándose, más que caminando, sobre el suelo empedrado del cementerio. Sorteando con sus viejos zapatos de tacón los charcos de una lluvia reciente. A pesar de un cielo amenazante y de un viento que iba a más, ella vestía de violeta de los pies a la cabeza. Su cuerpo se balanceaba como una ramita de lavanda sobre unas piernas delgadas, enfundadas en unas medias de red rotas por los talones. Andaba lentamente, con un bolsito de terciopelo y pasamanería en una mano mientras que con la otra hacía esfuerzos sobrehumanos para que su sombrerito de raso violeta no saliese volando.
Yo sabía que era la hora del mate cuando ella aparecía por la puerta del cementerio. En aquel entonces, andaba yo haciendo bocetos de imágenes religiosas de una iglesia a otra de Buenos Aires. Hasta que, tras la visita a la Basílica del Pilar, aterricé en un banco de piedra del cementerio de la Recoleta, dando la espalda, tras disculparme por ello en silencio y a diario, a la tumba de Guillermo Brown, marino y héroe nacional. Desde allí disponía de un ángulo privilegiado para dibujar la figura del cristo crucificado que presidía el paseo principal. A partir de él, salían ocho calles como las ocho puntas de una estrella de piedra entre las que se distribuían las tumbas de las personas más relevantes de la ciudad.
Graciela venía siempre a la hora del mate, o era yo el que lo tomaba cuando intuía sus pasos, no lo sé muy bien. Pasaba por delante de mí, trastabillando sobre unos adoquines castigados por el tiempo y por el peso de los carros que llevaban féretros de maderas nobles y bronces pesados, como lo exigía el prestigio de sus destinatarios.
Pasaron varias semanas hasta que terminé los bocetos de los grupos escultóricos que rodeaban al cristo, por lo que me decidí a cambiar de banco. Al principio me pareció un poco morboso disfrutar tanto con algo tan sensual como el dibujo, rodeado como estaba de féretros, flores de tela ajadas, banderas descoloridas y enseñas militares maltratadas por el tiempo y el olvido.
Una de aquellas mañanas en que Graciela se santiguó ante el cristo y continuó su camino junto a la tumba del político Dominguito Sarmiento, decidí seguirla. Caminó despacio, dejando atrás el monumento a Basualdo Borrego, aminorando aún más el paso a medida que se acercaba a la esquina. Giró a la izquierda y vi cómo se detenía ante un mausoleo de mármol negro y de diseño modernista. Me acerqué con cuidado temiendo que me descubriera pero mis temores desaparecieron con rapidez: Graciela sólo tenía ojos para la tumba. La puerta era de cristal y una enorme cruz de metal plateado la atravesaba. Una placa dorada, que la vergüenza me impidió leer y que representaba una pareja bailando un tango, atrajo mi mirada.
Una lágrima tras otra iban emborronando de lápiz de ojos el ajado perfil de la mujer, mientras el carmín escapaba de los límites de su boca, creando pequeños ríos de sangre sobre las arrugas del labio superior. Me avergonzó estar contemplando cómo Graciela desnudaba su alma ante la tumba sin percibir mi presencia. Creí adivinar, en esos momentos en los que su llanto atravesó el tenebroso espacio que nos separaba, cómo se sentiría un violador arrepentido. La mujer me miró de pronto, y fue entonces cuando todo el dolor que su corazón había paseado durante esas semanas ante mis ojos, comenzó a tomar forma, a adquirir peso y volumen. ¡Pibe! ¿Nos conocemos? – encogió sus ojos para verme mejor y me pareció que las arrugas que enmarcaban en forma de estrella su mirada eran tan profundas que podrían enterrarse cientos de desgracias en ellas y aún quedaría espacio para más.
Le conteste que no. Que no nos conocíamos. Que me dedicaba a dibujar figuras funerarias mientras esperaba encontrar un trabajo. Le enseñé mis bocetos y me callé incitándola a hablar. Me explicó que hacía semanas que venía a visitar a un amigo que había fallecido recientemente: su compañero de baile durante más de cuarenta años. Pronunciaba estas palabras con la falta de emoción de quién ha contado cientos de veces lo mismo. Cuando ella se fue, leí la placa dorada que presidía la tumba: “A Rubiroso Vidal, el rey del tango porteño”.
Un día, Graciela apareció con una bolsa de plástico en una mano y un pequeño radiocasete en la otra. Me pidió con mucho tacto que vigilase el extremo de la callejuela. Me aposté obediente donde ella me indicó y observé detenidamente cómo cambiaba sus zapatos violetas por unos negros de tacón alto. Pulsó el botón del radiocasete y la voz de Carlos Gardel inundó la callecita mientras ella se transformaba en la bailarina que fue. A pesar del tiempo que ha pasado, aún me parece verla bailar en mis sueños: Graciela elevando la pierna, empujando el pasado con el empeine de sus pies, abrazando con sus dedos nudosos el final de la vida; elevando el mentón mientras dirige la mirada a un cielo blanco, incierto. En uno de los giros cae su sombrero y con él, su peluca. La cabeza de la bailarina, bola gris y blanca, sigue girando, mientras clava su mirada suplicante en mí. Sus brazos abanican con sus colgajos un aire de muertos. La música acaba y, mientras recoge sus cosas, incapaz de mirarla a la cara, elevo mis ojos húmedos al cielo tropezando en el camino con el grupo escultórico que corona el mausoleo negro: dos ángeles de la muerte arrebatando el alma de un infante a su madre, cuya mirada de dolor, a pesar de la distancia de la materia, atraviesa mi alma. Miro de nuevo a Graciela, que se coloca teatralmente frente a la puerta del mausoleo y hace una reverencia tan profunda que pienso que no podrá levantarse sin ayuda. Se cambia de zapatos y, tras dedicarme una sonrisa triste y antes de irse me dice: - “Pibe, ahora si que nos conocemos, ¿verdad?”
Los días pasaban y a mis deseos de dibujar se sumaba ahora el interés que los encuentros con Graciela provocaban en mí. Cada mañana a las doce, tapaba el termo de agua y guardaba el mate. A esa hora, y siempre de violeta, Graciela entraba arrastrando cada vez más sus pasos por el empedrado del cementerio. Al llegar al cristo, se santiguaba y me miraba de soslayo. Me situaba detrás de ella y la seguía hasta que se detenía ante el mausoleo de mármol negro. A veces sacaba una bolsa con empanadas o tortas. Una vez trajo dos copas arañadas y una botella de vino tinto de Malbec, todo un lujo para un desempleado como yo. Apenas hablábamos, no hacía falta. El tango lo hacía por nosotros. “No hay palabras más bellas ni que puedan explicar mejor la pasión, que las palabras que viven en los tangos” Frases como esta, pronunciadas en un silencio de piedra, era lo que hacía que las mañanas con Graciela no tuvieran precio para mí.
Habían pasado dos semanas cuando, de repente, un día Graciela no apareció, ni al día siguiente tampoco. Yo estaba terminando mis bocetos en el cementerio. Al tercer día estuve a punto de desistir, pero, era tanta mi curiosidad, que diez minutos antes de la hora del mate ya estaba yo apostado en mi banco esperándola.
A las doce en punto, un féretro de madera oscura atravesaba la reja del cementerio, dando pequeños saltos sobre las traviesas del carro que lo transportaba. Lo seguía una comitiva muy especial formada por cuatro caballeros maduros perfectamente enchaquetados de negro y cuatro mujeres también mayores y vestidas del mismo color, con marabúes rojos volando en torno a sus cuarteados cuellos y maquilladas hasta la exageración. El espectáculo era realmente chocante y, para completar la escena, música de tango rancio al compás de sus pasos. El grupo desfiló delante de mí dejándome maravillado y mudo de asombro. No reaccioné hasta que la comitiva tomó la curva a la altura de la madre doliente. Sentí el pinchazo de la curiosidad y salté del banco, alcanzando a verla justo en el momento en que se paraba frente al mausoleo de mármol negro. Fui acercándome a ellos sin reparo. En ese momento, los caballeros tomaban sobre sus hombros el féretro mientras una de las mujeres abría la puerta de cristal. Introdujeron en silencio la caja de madera brillante y, cuando salió el último enchaquetado, se colocó, al igual que los demás, al lado de una de las señoras, como palomos buscando pareja.
“Caminito” de Juan de Dios Filiberto llenó de vida un aire que olía a muerto. Las cuatro parejas comenzaron a bailar con la naturalidad de quienes se han dedicado a ello toda su vida, convirtiendo el suelo de piedra del cementerio en el escenario de una tanguería. Reconocí a Zozobrito Luján, la estrella de “El viejo almacén” de la calle Balcarce de hacía treinta años, en una de las señoras que marcaban círculos en el aire con sus piernas. Era como si el tango las hubiese devuelto a aquellas noches de tragos y facturas en el barrio de San Telmo.
Cuando la música terminó, hicieron la reverencia ante el mausoleo y, acto seguido, las señoras sacaron del bolso unas prendas de color violeta acompañadas de unos zapatos de tacón del mismo color y los depositaron con cuidado y con cara compungida en el interior del mausoleo.
Asistí inmóvil a la representación, deseando en mi interior adquirir el color y el tacto de la piedra, deseando fundirme con su fría superficie para pasar desapercibido. En un principio creí haberlo conseguido: el grupo pasó delante de mí sin mirarme. Sólo al final, Zozobrito Luján se volvió para preguntarme con un deje de tango en sus palabras: “Pibe, ¿conocías a Graciela?” Asentí y ella no se extrañó. Habló de la discreción natural de su compañera. ¡Fíjate que llevaba cuarenta años bailando con él – y señaló con la cabeza la tumba de mármol negro- y nadie sabía que eran amantes! Hasta hace dos meses no nos enteramos de que ella se moría a chorros por la leucemia. Pensábamos que el mal color se debía a la pena por Rubiroso, pero no. No obstante, la vimos mejorar sin motivo aparente hace unas semanas. Arreglaba con rapidez la comida y la casa a pesar de los dolores porque, según decía, tenía que estar en el cementerio a las doce. La veíamos acarrear bolsas con empanadas, vino y tortas, pero nunca supimos qué hacía con la comida en el cementerio. Y ya, nos moriremos sin saberlo. ¿Y tú, pibe? ¿Sabes qué hacía Graciela con esa comida en un lugar donde sólo hay muertos?”
Miré al cielo y en ese momento creí ver cómo la madre doliente de piedra por fin entregaba, sin poner resistencia, el alma de su hijo a los ángeles, mientras se despedía de él con la mano.
– “No sé –contesté. A lo mejor sólo vino a presentar sus respetos al mundo de los muertos, al que ya casi pertenecía, y a despedirse del mundo de los vivos como mejor sabía hacerlo: bailando un tango”.
“¡Un tango! ¡Bah! Estos pibes de ahora…¡que sabrás tú de tangos! Zozobrito Luján se alejó en busca de la comitiva trastabillando torpemente por entre los adoquines, dejando en el aire un perfume intenso a rosas viejas que, aún hoy, con todo mi prestigio como el mejor dibujante porteño, parece perseguirme cuando yo también trastabillo torpemente por entre los adoquines del cementerio de La Recoleta.