Lo que se escucha cuando
te tapas las orejas
Una pajarita blanca se ciñe fuerte al cuello, una camisa blanca y una chaqueta azul marino de lana, me visten adecuadamente para la ocasión. Mamá patalea nerviosa el suelo y se muerde las uñas, el abogado aún no ha llegado y el juez empieza a impacientarse. El bolígrafo del abogado de la acusación golpea reiteradamente la madera de la mesa desgastada de tantas sentencias. Las puertas se abren de par en par y un abogado proporcionado por el estado entra con un maletín negro de cuero en la mano, una corbata roja , y un traje marrón; feo color el marrón para un traje. Apagado por el imponente negro de la acusación quedó el marrón, eclipsada por la acusación quedó la defensa.
Un salmón apagado llevaba mamá, un traje color salmón apagado que se decoraba con una flor decaída en mitad del pecho, un pelo arreglado con manos nerviosas, manos tristes, dejaba caer un mechón sobre un cuello escondido. Un cuello escondido por maquillaje que aún denotaba el morado de su piel, un golpe seco de sumisión se escondía en aquél cuello de aquél juzgado. De repente mi nombre resuena en la sala por la voz del hombre de traje marrón, y un micro que no llegó a alcanzar cuenta lo que hoy no cuenta mi voz.
Un camión de juguete rojo y azul permanece inmóvil sobre la alfombra de mi habitación. Sentado en el suelo, el frío traspasa el fino pijama y me mantengo quieto mirándolo. No lo toco, no lo muevo, tan solo noto como el agua del pelo recién duchado resbala por mis manos, manos que tapan mis orejas. La luz apagada me asusta, me arrincona en la habitación, la puerta cerrada deja entrar unas finas lineas de luz, y la sombra de unos pies las desdibujan al pasar por delante de ellas.
Aprieto fuerte las manos contra mi cabeza, y con los ojos cerrados muerdo fuerte mis propios dientes, unas pequeñas lágrimas empiezan a resbalar por la cara aún húmeda de otras noches. Niego con la cabeza varias veces y abro los ojos para mirar el difuminado suelo de mis lágrimas, se cierran asustados por algún golpe, escucho los gritos de mi padre, la insulta, le pega... Oigo el ruido de los platos rotos en el suelo, y como el vaso de cristal se estrella contra la pared; oigo a mi madre gritar. Llora, suplica porque pare, por su vida , por la mía. Finalmente deja de gritar y se oye como un cuerpo se desploma, un par de golpes y patadas se dirigen al dormitorio, y dejo de taparme las orejas.
Llevo una toalla blanca mojada en la mano, miro como la luz amarillenta que desprende la lámpara de madrugada, se refleja en la piel de mi mamá, tumbada en el suelo, parece dormir. Una rodilla se apoya sobre la otra y su silueta se recorta en el suelo con los brazos estirados, un profundo color morado colorea su mejilla y un pequeño corte en la ceja ha dejado ya de sangrar. La falda del vestido negro con puntos blancos, reposa caída sobre sus muslos, unas manos aún en tensión, siguen buscando donde agarrarse, y los labios aún se aprietan con miedo, tal vez miedo tan solo de hablar.
Me acerco a su cabeza, los ojos cerrados parecen no querer despertarse, tal vez ese mundo sea mejor que este, el mundo de los sueños. Limpio con la punta húmeda de la toalla la sangre seca que queda cerca de la ceja, la deslizo por su cara, mojándole también los labios, humedeciéndoselos, recubriendo con una fina caricia las arrugas de tristeza, los contornos de miedo, la cara de mi mamá. Sus ojos empiezan a parpadear lentamente, las pupilas se llenan de luz y me miran, una sonrisa se proyecta hacia mi y dice “ Hola cariño”. Sus manos se estiran lentamente, entumecidas por los nervios y me acarician despacio los mechones de pelo que se dejan caer sobre la frente, recorre con sus dedos el contorno de mis ojos y los desliza por la barbilla. Con los brazos me acerca hacia ella, y me acuesta delante suyo, me arropa con sus brazos y se encoje sobre mí, doblando las rodillas y abrazándome. Los dos tumbados en el suelo, los dos con los ojos cerrados.
El saquito del almuerzo vuelve vacío a casa balanceándose en mi brazo, el babero a rayas blanco y azul se levanta por el viento, aprisionado por tres botones vuelve a su sitio. Con un brazo mi mamá me hace botar y me levanta cada vez que cuenta tres, una sonrisa aparece en su cara, otra en la mía. La gente con bocas mudas, hablan entre ellas sobre el corte de su ceja, la cantidad de maquillaje que intenta esconder lo que todos saben, pero nadie dice. Las farolas se suceden en la calle que llevan a casa, acariciadas por el calor de la tarde, parecen luciérnagas dormidas que brillan por las noches. Los ancianos pasean también adormecidos por su propia vejez, y el toldo de una frutería se camufla entre dos grandes fincas, hoy ríe mamá, hoy río yo. Una silueta curvada se recorta delante de la puerta de casa, sus ojos miran fijos a tierra, y sus manos en los bolsillos piden perdón. Hoy ríe mamá, hoy, ya no río yo.
Una caricia en la mejilla me hace sonreír, roza con su nariz la mía, un beso de esquimal me da las buenas noches y me arropa mientras apaga la luz. Veo como el pelo se desliza sobre su hombro mientras se da la vuelta y me dice adiós con la mano mientras cierra la puerta. Mantengo los ojos abiertos mientras no veo nada en la oscuridad, pero hoy esta oscuridad de mi cuarto no me asusta, hoy me arropa en una cálida noche de manta y edredón. Hoy me duermo sin taparme las orejas y escucho como en la habitación de al lado, un “te quiero” le responde a otro y le dan las buenas noches a la casa. Hoy al cerrar los ojos sonrío, porque veo como una bandera blanca ondula en el viento, una tregua que se esconde en las sábanas donde ahora duermo, mis banderas blancas.
Una mancha amarilla ensucia mis banderas blancas, las sábanas que ahora dan vueltas en la lavadora. Un sueño tan profundo ha hecho que me haga pipí en la cama, y ahora espero que mi mamá me traiga unos pantalones limpios, unos calcetines azules empiezan a sentir el frío del suelo mientras muevo las piernas deprisa para intentar no sentirlo. Mi padre, con una sonrisa cariñosa, me cubre con una toalla y me abraza mientras espera a que traigan los pantalones, dejo de tiritar en sus brazos y el calor de su pecho me empieza a dormir; tal vez esta vez su perdón si que hubiera sido verdad, a lo mejor esta vez si que había sido la última, quizás, tan solo volvía a soñar en sus brazos.
El camión de juguete, mi camión de juguete, reposa tumbado con las ruedas hacia arriba encima de la alfombra, las zapatillas alineadas al pie de la cama parece`n esconderse bajo ella por terror, el avión que cuelga del techo se balancea levemente, la luz que normalmente desprende la lámpara hoy esta apagada, y la puerta cerrada con pestillo se queda quieta para aparentar que no está allí.
Me escondo bajo las sábanas, tapándome la cabeza y llorando en ellas. La tregua de mis sabanas blancas se había roto, las confundí, creí que eran una bandera blanca y tan solo eran la toalla húmeda con la que volvería a limpiar a mi mamá, limpia de sangre. Negaba con la cabeza, gimoteaba tapándome las orejas, no quería oír lo que se oye cuando te tapas las orejas, no quería escuchar lo que se escucha cuando te tapas las orejas. No quería oír los golpes por la noches, no quería escuchar los insultos de mi padre, no quería oír como se estrellaban los vasos en las paredes, no quería escuchar como gritaba mi padre, no quería oír el crujir de los cristales por el suelo, no quería escuchar gritar a mi madre... Encogiéndome, me abrazo a mí mismo e intento dejar de llorar, no lo consigo, es inútil, y sigo llorando en las sábanas. Oigo un grito y como un cuerpo se desploma, y se corta mi llanto. Una onda de valor me envuelve, me aprisiona en el grito de mi madre, miro temblando las sabanas que me cubren, y con los ojos aún mojados me deshago de ellas.
Me pongo las zapatillas que ya no intentaban esconderse, sino que ahora se contagiaban de mi valor y me acompañaban en mi viaje, alargué el brazo hacia el pomo de la puerta inmóvil, que ahora parecían desprender de las rendijas luz, y lo giré lentamente. Mis labios se desplomaban cara abajo medio miedosos, medio enfadados, el pijama de dibujos se movía pegado a mí mientras caminaba por el pasillo; la puerta del comedor me esperaba entornada, llegué y la abrí. Mi mamá permanecía tumbada en el suelo apoyándose con las manos para no desplomarse y mi padre la amenazaba desde arriba con una mano en levantada en el aire. Un golpe nuevo aparecía en su cuello, la rodilla rascada, sangraba un poco, y el vestido empezaba a desgarrarse.
Corrí hacia él con los puños en alto y empece a golpearle las piernas, con la mano que no tenía levantada me empujó fuertemente y caí contra el suelo clavándome algunos cristales de los vasos rotos . Me levanté enfadado y volví a golpearle, le daba patadas, clavaba mis puños en él, y una vez más me empujo al suelo. Me volví a levantar, y esta vez lo golpeé con más fuerza; esta vez, con la mano que tenía levantada me abofeteó con gran fuerza, mi cabeza cayo directamente al suelo y golpe seco sonó en la habitación, exhalé una vez más aire y dejé de respirar.
El hombre del traje negro cuenta mi historia mientras un montón de gente sentada ante él lo escucha atentamente, mi mamá deja caer alguna lágrima por mi muerte, y mi padre se pasa la mano por el pelo lamentándose de su error. Un hombre con uniforme pasa un papelito blanco al juez que se sienta por encima de los demás, un par de periodistas destapan las puntas de sus bolígrafos ansiosos de saber el veredicto, y yo plantado en mitad del pasillo miro a mi alrededor. El juez, lo leé lentamente y suspira al acabar, mira a ambos abogados y se dirige al personal. Unas palabras salen de su boca, un clamor resuena en la sala, mi padre se coge la cabeza, mi madre grita; y yo, me tapo las orejas.
Loles Ripoll Bonifacio
CARPANTA, per Michelle Haidar
“Iaia, agafa’m al braç i en l’engrunsadora canta’m la cançó eixa de la casa i del corral…”. “Guapeta, no és del corral, és del carrer… La meua xiqueta és l’ama de la casa i del carrer, de la figuera i la parra, de la flor del taronger…”.
I la iaia Conxa somriu orgullosa, sóc la seua única neta i li agrada contar-me històries... “Saps el que li va passar a una xiqueta de la teua edat? Mira, va nàixer a València, en un pis a prop de la finca Roja, la van criar dos ties i dels seus pares mai se'n parlava… Era amiga meua i em va contar això…
Un dia em van portar a un poble… Molt lluny… Ens va costar hores arribar, anàvem en el tren i hi havia molta horta… En arribar, ens esperaven en l’estació una senyora i un home, vestien diferent que en la capital, ella amb mocador al cap i un davantal blanc, lluent; ell, amb camisa, pantaló, una faixa i unes sabatilles amb unes cintes negres lligades al voltant del turmell; els dos somreien sense parar.
M’agradaven molt els menjars de Lola, quasi tots els dies arròs, el millor era el que es feia al forn, crec que s’anomenava rossejat, quin nom més rar… Quasi sempre de postres hi havia meló, meló molt fresquet que refredàvem en la séquia; quan els pareixia que ens havíem portat molt bé el tallaven de tal manera que només teníem la molla i un trosset de pell en l’extrem per a subjectar-lo. Jo no preguntava res sobre quan hauria de tornar a la ciutat perquè no volia ni pensar-ho. Un dia, a poqueta nit, mentres donàvem de menjar als animals, Lola em va preguntar si em trobava bé i jo vaig espantar-me molt perquè vaig pensar que venia a anunciar-me la meua marxa. Ella degué intuir alguna cosa perquè em va dir: "mira Conxeta, havies d’estar ací unes setmanes, però si tu vols, pots quedar-te més temps, les teues ties a penes et poden cuidar i per a nosaltres eres part de la família”... Jo no sabia què dir, era la millor notícia que havia rebut en anys, crec que la millor de la meua vida... A part d’aquell dia quan em van dir que podia obrir la tapa d’un vell piano i tocar amb cura les tecles... Vaig alçar-me i vaig abraçar ma mare, l’única que coneixia i que em deixava que l’anomenara així, i no vaig poder contindre les llàgrimes, em va paréixer que a ella també se li n’escapava alguna. A la nit, Daniel va agafar un meló d’Alger xicotet entre les mans i junt amb nosaltres, els xiquets, i Carpanta, el gos que no deixava de vagarejar, va començar la festa. Amb una navalla va tallar la part superior i va començar a buidar la polpa separant-la en un plat de porcellana blanc amb les vores blaves. Ens va preguntar quins dibuixos ens agradaven per a intentar fer-los en la pell; jo ràpidament vaig dir: lluna, sol i estreles; els meus germans, deien: gos, gat, girafa... i el nostre pare, no en coneixia un altre, reia i deia que no hi havia tant de lloc en el meló. Va continuar el treball fins que la pell va donar de si: lluna, estrela, girafa, gat, i prou. A continuació, davant de la meua sorpresa i el somriure dels altres que ja havien assistit a esta cerimònia, va col·locar un ciri, després passà una corda que va lligar en la part superior, va encendre el ciri i el fanal ens va il·luminar a tots amb una llum verda i blanquinosa que eixia per la part superior i pels dibuixos que havia troquelat mon pare. Em van ensenyar una cançó que tenia a veure amb un cert Sant Roc i caminàrem per la contornada els quatre, amb el nou fanal que il·luminava el camí. Va ser un dia inoblidable.
Tornava també el primer fred anunciador de l’hivern, i ma mare va dir que ens acostaríem al poble per a comprar-me roba, i a mi tot em pareixia bé. Després de l’estiu, els meus germans van tornar a escola, i jo també els hi vaig acompanyar: un nou món es va obrir davant de mi. I així, a l’escola, a la casa, al poble, amb la meua família, vaig viure els anys més apassionants i feliços de la meua vida. Vaig passar cinc meravellosos anys. Jo no preguntava i ells no deien…
Un dia de primavera vaig observar a la llunyania dos que venien agafades del braç… Vaig sentir tanta ràbia que a penes podia moure’m, vaig cridar els meus pares, els únics que coneixia, que van eixir espantats i van quedar al meu costat immòbils i en silenci. Les meues ties somrients em van besar de forma distant i van saludar la resta de la família. Junt amb els meus germans vaig anar a la part posterior de la casa davant de la súplica de ma mare. Jo, muda, incapaç d’articular paraula, esperava junt amb els meus germans, els únics que coneixia. Vaig reaccionar amb rapidesa quan la meua tia Pura em va cridar i van començar les paraules, de les quals vaig intentar aïllar-me pensant en l’horta, la pesca d’anguiles amb mon pare, el rossejat, els meus germans, Carpanta, els caragols… Era la meua primera batalla en una possible guerra que seria inútil, però que em serviria per a afirmar les meues ànsies de llibertat i el meu dret a ser feliç. Acabava de complir 16 anys, un any a la ciutat amb una visita a la meua família i esperant que vingueren prompte.
escritor Bilbaino con varios premios y galardones recibido, y con varias novelas publicadas como:
"ENTRE LAGOS Y VOLCANES"
LA CATEDRAL DE LA HABANA
De noche, cuando la oscuridad abraza con su vientre vacío las calles ajadas por la desidia, las esquinas que interrumpen vientos del trópico, las avenidas hastiadas de saludar inútiles semáforos, todo converge a la catedral. Farolas de timbres débiles y parpadeos somnolientos, cuidadas imitaciones de velas perdidas en tiempos inalcanzables, esparcen tímidos haces de una luz cansada, bostezos amarillos que apenas si consiguen derramarse con pereza sobre los adoquines.
Duerme, sin prisas, Habana Vieja, crisol de culturas y ensoñaciones donde ociosos y turistas se cruzan y dan la mano, donde, tras el esplendor milenario de las fachadas, descansan humildes familias apiñadas, presente contrapunto a la nobleza de pieles impolutas que, en los tiempos lejanos de la colonia, paseó su altiva incomprensión por la desnudez fría de sus salones.
Ahora, cuando nada altera la calma de una ciudad sumida en el recuerdo, cuando la grandeza de sus palacios y la sencillez de sus vecinos dormitan soñando tiempos pasados y mejores, un sollozo bajito, imperceptible, flota sobre la isla como un fantasma retenido, a su pesar, en este mundo de sudor y sinsabores. Doliente, surca los estrechos callejones, se filtra por ventanas mal cerradas, por persianas abiertas al frescor nocturno y, a su paso, no falta quien, sin saber ni como, nota turbado su descanso, se gira entre sábanas grasientas de ron y salitre antes de regresar al inquieto mundo donde habitan las pesadillas. Sólo algún perro extraviado, algún gato que, invisible, hace nerviosa guardia en los tejados, alcanza a comprender la esencia del sonido, el dolor de ese llanto desbordado. Entonces, erizado el lomo, encogido el rabo entre las piernas, se hace un ovillo y disimula como puede los temblores incipientes.
Iluminado por los focos que cuelgan tercos de su fachada, un charco carmesí refleja destellos de certeza sobre las losas de la entrada. Sólo los borrachos que ven llegar el alba derrumbados como muñecos grotescos contra paredes y alfeizares, sólo las viudas arrugadas que rehúsan volver al hogar una y mil veces compartido, ánimas perdidas por las callejuelas, ramos de flores marchitas colgando del esqueleto de sus brazos, pueden dar fe de su existencia. Sólo esos anónimos habitantes de la noche habanera, indeseados compañeros a quienes nadie aprecia ni escucha, son testigos de la sobrenatural aparición, del goteo de una sangre inexistente que, sin ruido, se derrama por los escalones sucios de verdín y folletos arrugados. Y nadie más sabe que, al otro lado del crepúsculo, un gemido desconsolado, un sollozo de aflicción infinita, regresa a extinguirse en ecos mortecinos junto al santo portón de la catedral.
Desde la Plaza de Armas, donde han retozado protegidos por la floresta de los jardines, una pareja se aproxima. A su paso, un perro abandonado encoge las orejas y cierra con fuerza los ojos, erizado el vello de su lomo por algún instinto premonitorio. Un viejo beodo les observa desde la niebla perenne donde vive. Sin gestos, escudriña el aire en busca de rumores inexistentes mecidos en brazos del tiempo. A ellos, nada de eso importa. Engarzada en el brazo de su compañero, acaricia con la blancura de sus dedos el ébano de la piel masculina. Nada importa. Sólo la cortedad de sus edades y la grandeza de sus pasiones. Sólo las pupilas turquesa donde bucea la mirada del muchacho. Sólo el chocar de lenguas y de labios, el estrechar de pieles, los susurros sin palabras, en idiomas diferentes, sudor y saliva compartidos. Tampoco importa la sombra que acecha vigilante, los pasos que resuenan tras las esquinas, el resplandor tenue del acero que, desenfundado, emite fogonazos de advertencia al pasar frente a las farolas.
Sombras, siluetas, visiones imposibles nacen y se difuminan ante la mirada vidriosa del borracho. Dos jóvenes revestidos de ingenuidad, dos apariciones en blanco y negro, en hielo y carbón. El hombre se ahoga en la laguna de la mirada femenina, bebe de su rostro y de su boca. Ella se derrama sobre la piel de húmeda ceniza. Pero las imágenes son difusas, imprecisas. En el marco medieval de la plaza, forman un borrón de diferentes colores, tonos que se mezclan y separan al capricho de los párpados. Camisetas de tirantes y largas blusas de finos bordados, pantalones vaqueros o amplios faldones arrastrados sobre el adoquinado. El loco se incorpora. Un castañeo imperceptible en la podrida dentadura, camina inseguro hacia la escalera, allí donde dos amantes se funden en un abrazo atemporal, un abrazo que son cuatro, cuatro enamorados superpuestos queriéndose sin prejuicios y sin dudas. Dos mujeres blancas y elegantes, dos hombres rudos y oscuros. Y sólo son uno.
Algo les hace detenerse. Suspiros de un aire helado se filtran inadvertidos entre los sillares, un zumbido emerge de la vetusta madera. El corazón se acelera. En los pechos, en sus pechos que se tocan, que rehúsan separarse, los latidos son un rumor desbocado, pasión y miedo entremezclados sin sentido. Se miran a los ojos y, de repente, se sienten diferentes. Antiguos. Son los mismos pero, de alguna manera, sombras de un pasado desconocido les rodean y les unen en estrecha comunión de voluntades. Hay un temor repentino, pero también, lo comprenden sin palabras, hay más ternura, más cariño en esa entrega de otros tiempos.
¡Los pasos! El perro corre a refugiar su sarna en un zaguán, los roedores nocturnos se ocultan raudos en las alcantarillas, y el sonido de las cabalgaduras, ecos que navegan sobre Habana Vieja a lomos de un viento callado, perfora las esquinas. Ella les observa, secuencia imposible grabada en sus pupilas con el fuego de la certeza. Cuatro caballeros de formas etéreas irrumpen a la quietud buscada de la plaza, los sables desenfundados, el odio instalado en sus gargantas. Se oyen voces que solo existen en su cerebro, gritos de rabia que rebotan, no en los muros que les sitian, sino en la incredulidad de su mente extraviada. Inclinados sobre las bestias, las armas preparadas para el golpe, vuelan en pos de su compañero, del cubano de arrabal que ha convertido hastiadas jornadas vacacionales en un jardín pleno de sentimientos. Sabe que son fantasmas, pero sabe que están ahí. Sabe que no pueden, pero sabe que le matarán. Porque, lo sabe, ya le han matado. Porque son siglos de incomprensión y celos los que arrastran sus lamentos cada noche al mismo lugar, a la puerta cómplice de la catedral.
El borracho escucha el sonido hueco de los cascos, escucha blasfemias rugidas en antiguos acentos, escucha un rencor más allá de lo humano, pero no acierta a ver lo que ven ellos. Ilusión fruto del alcohol, o esencia de la ciudad derramada por grietas y ventanas, sólo distingue el fulgor débil de una luz que vuela hacia los amantes. Paralizados por el pánico, absortos en la extraña fosforescencia, no adivinan el peligro que acecha a sus espaldas. Pero él sí. Él ve aparecer al muchacho de costosas ropas europeas, de tez marmórea, de muerte en la mirada. Surge de las sombras con un machete entre las manos, el dolor anudado al perfil esbelto de la joven, una explosión de celos y desprecio apuntando al cubano de ropaje raído, de salitre en los poros. Sólo él lo comprende. Y sólo él reacciona.
El viento murmura ensoñaciones y quimeras, mezcla lugares y dimensiones en una paleta multicolor que está pero no existe. Sables llegados de otros mundos se abalanzan contra el esclavo que, con la negra rudeza de sus manos, mancillara la virtud de la nobleza. Una silueta de larga cabellera rubia se interpone en la trayectoria mortal de los aceros, terciopelo acartonado en los pliegues exagerados de su saya, seda rojiza en las piernas expuestas por la minifalda. La piedra se estremece bajo los cascos, las gárgolas enmudecen su aliento de lluvia estancada y la luna, única testigo del antes y el ahora, contiene la respiración en espera del desenlace intuido. Con un grito desesperado, ella extiende los brazos en inútil gesto defensivo, piedad implorada a los fantasmales hijos de la segregación. La luz les invade, el calor traspasa sus sienes, y un golpe, un chasquido acuoso, retumba en el centro de la ola que les arrolla con el amargo sabor de la tragedia.
Vuelven las tinieblas. Solo las farolas que cuelgan del gesto triste de la fachada iluminan la escena, epílogo ineludible al drama repetido. Protegida por el abrazo del amante se vuelve, incrédula, hacia el otro, hacia el vecino enamorado, el compañero de juegos infantiles en las lejanas tierras del norte que, los ojos nublados por un velo de terror, contempla sobrecogido el machete que cuelga de su mano. En el suelo, el cráneo tronzado por el golpe, un viejo de ropas mugrientas y hedor a ron barato riega con su sangre los sillares gastados de la Catedral. No hay palabras. Sólo un charco carmesí difuminado en la noche, sólo una mancha de oscura densidad que se filtra por los resquicios de la piedra. La luna acaricia con dedos de plata la frente inerte del borracho, y el eco inaudible de un suspiro, un lamento de siglos, barre el silencio de los tejados, antes de desvanecerse para siempre entre las calles dormidas de Habana Vieja.